viernes, 19 de septiembre de 2025

La Loa de la reina Beatriz de Suabia

¿Os imagináis que las arpías y dragones que los maestros medievales esculpieron en los capiteles de las iglesias románicas de repente cobraran vida y camparan a sus anchas por nuestras calles? Pues exactamente eso es lo que ocurre en la Loa de la Virgen de la Asunción que, cada mes de agosto, se representa en la localidad leonesa, salmantina y serrana de La Alberca.


Arpía encapuchada en la iglesia de Revilla de Santullán (Palencia). Fotografía de Javier Gago en el grupo de Facebook PASIÓN POR EL ROMÁNICO.


Arpías en el sepulcro de la reina Urraca de Portugal en la iglesia de la Magdalena de Zamora.


Caballero luchando con un dragón en la catedral de Ciudad Rodrigo. 

Dentro de las representaciones dramáticas, la Loa de la Asunción es una loa-entremesada, es decir, una mezcla de loa —alabanza o elogio, en este caso de la Virgen— y entremés de corte moralizante acorde con la doctrina católica. En ella se escenifica la lucha entre el Bien, representado por un ángel de enormes alas armado con una espada, y el Mal, encarnado en un demonio capirotado que galopa a lomos de una bestia fantástica de ocho cabezas —una de ellas caprina y las otras siete de dragón— que vomitan fuego. 





La Virgen se enfrenta al Demonio, transmutado en tres bestias, en la Cantiga de Santa María XLVII.

Mientras el ángel va acompañado por siete virtudes de aspecto angelical, el demonio se presenta con un séquito de siete diablillos que se identifican con los siete pecados capitales. La documentación más antigua que habla de este tipo de representaciones en la comarca de La Sierra de Francia, a la que pertenece La Alberca, es del siglo XVI; no obstante, tal y como afirma José Luis Puerto en su publicación sobre las loas serranas, estas representaciones tienen un evidente sustrato medieval que, lamentablemente, no ha sido investigado tanto como sería deseable. Prueba de que este tipo de espectáculos ya existían en la Baja Edad Media es el Auto de los Reyes Magos, conocido gracias a un manuscrito encontrado en la catedral de Toledo y que ha sido datado en el siglo XIII.




Página del códice toledano en la que comienza el Auto de los Reyes Magos.

Lo que nos ha motivado a redactar esta entrada es que nos parece que la caracterización de los protagonistas de la Loa de la Asunción, sobre todo la de aquellos que representan el Mal, guarda una clara similitud con el aspecto de las bestias que encontramos encaramadas en los capiteles románicos para personificar la iniquidad o las tentaciones terrenales. De ahí que nos haya dado por pensar que es posible que tanto las esculturas de los capiteles como las representaciones escenográficas bebieran de las mismas fuentes: los bestiarios y las representaciones cortesanas medievales. Al menos, parece claro que alguien, en algún momento, se fijó en los capiteles románicos para dar vida a la Loa de la Virgen de la Asunción.


El pastor con su garrote en la representación de la Loa de la Virgen de la Asunción en La Alberca (Salamanca).


Capitel con hombres portando espada y garrote junto a una arpía. Catedral Vieja de Salamanca.

Fijaos, por ejemplo, en este capitel de la Catedral Vieja de Salamanca, que representa a un hombre montado sobre un dragón —animal fantástico típico de los bestiarios medievales en los que, con múltiples versiones morfológicas y variaciones en el número de cabezas, representa invariablemente la maldad—. Mirad a continuación al diablo de la loa de la Alberca subido a lo que allí conocen como la serpiente, la bestia con cuerpo de cabra y siete cabezas de dragón que escupen fuego todas al mismo tiempo.




Paraos a mirar también las arpías situadas detrás del dragón —siendo estas un icono típico del románico para representar las bajas pasiones de la vida y, muy especialmente, el pecado de la lujuria—. Lucen una caperuza puntiaguda que, de manera anacrónica, suele identificarse con un gorro frigio, pero que más bien se parece a la prenda de cabeza con la que se suele distinguir a los judíos que aparecen en las Cantigas de Santa María. Las vemos en nuestra Catedral Vieja, pero también, al lado de dragones, en la portada de la iglesia de San Martín en Salamanca y en otros muchos templos románicos. Mirad ahora la indumentaria del diablo de La Alberca y comprobad cómo su gorro nos recuerda al de las arpías románicas y al de los judíos de las Cantigas.




Judíos representados con sus prendas características según las regulaciones cristianas: túnica corta y manto, sobretodo o guardapolvo y capucha afiblada. Cantiga de Santa María VI.


Dragones en la portada de la iglesia de San Martín en Salamanca. Acuarela de Carmen Borrego.

Bien es cierto que, mientras en la Loa albercana el Bien y sus virtudes salen al paso del diablo y sus tentaciones para expulsarlo de la localidad, en los capiteles románicos suele faltar la escenificación del mismo, aunque todo el mundo sabe que este se encuentra en el interior del templo, concretamente en el ábside principal. No obstante, también son típicas las representaciones de un caballero con armadura que, como el ángel de La Alberca, se enfrenta al mal blandiendo su espada. Así lo vemos, por ejemplo, en el capitel de la Catedral Vieja de Salamanca al que hemos hecho referencia. Se trata de la lucha constante de los mortales frente a las tentaciones mundanas.


Caballero luchando con una leona en el claustro de la Catedral Vieja de Salamanca.


Caballero luchando con un oso en el exterior de la catedral de Ciudad Rodrigo.

Os invitamos ahora a que nos acompañéis a visitar la techumbre de la iglesia del convento de Santa Clara de Salamanca, obra, según nuestra interpretación, promocionada por la reina Berenguela la Grande (1180-1246). Pensamos que los emblemas heráldicos de esta armadura representan iconográficamente los hechos históricos más importantes de los reinos de León y de Castilla durante la primera mitad del siglo XIII. Entre dichos hitos se encuentra el fallecimiento de la reina Beatriz de Suabia —primera esposa de Fernando III, nuera de la reina Berenguela y fallecida en 1235, cuando contaba con tan solo treinta y dos años—. El caso es que la iconografía que rodea a la representación heráldica de dicho fallecimiento nos hace imaginar que estamos presenciando una loa similar a la albercana representada sobre esas maderas. En el arrocabe del lado de la epístola, donde se refleja la vida terrenal de los reyes y reinas representados, se figura al diablo de dos formas: por medio de una arpía con cara humana, caperuza puntiaguda, cuerpo alado y patas de cabra y, por otra parte, a través de un dragón que vomita largas lenguas de fuego. Como vemos, ambos animales fantásticos tienen muchos puntos en común con la caracterización del diablo y la serpiente de La Alberca.






Pero el Mal no podía lograr que una mujer tan buena como la reina Beatriz de Suabia se quedara esperando sine die para alcanzar la gloria celestial. La monarca consorte, por la que su suegra sentía veneración, fue calificada por las crónicas coetáneas como "buenísima, bella, modesta y sabia". Así las cosas, en el arrocabe del lado del evangelio de la techumbre medieval del convento de Santa Clara, enfrentadas a la arpía y al dragón, vemos dos enormes flores de lis —símbolo de realeza por aquel entonces— cuyos pétalos laterales se han convertido en unos pares de alas tan prominentes como las del ángel de La Alberca. Sin duda, el Bien ha vencido al Mal y el alma de la reina se eleva al cielo, un final similar al de la loa albercana, en la que el demonio huye vencido por el ángel y sus virtudes para que el pueblo puede celebrar de nuevo su fiesta.



Somos conscientes de que lo anteriormente expuesto solamente demuestra, a lo sumo, que en el siglo XIII se representaba el Bien y el Mal por medio de iconos similares a los de la Loa, pero que de ello no se puede deducir que hace ochocientos años ya se hicieran representaciones teatrales de esa eterna lucha, pero, dejadnos soñar y prestadnos, por favor, un ratito más de atención...

Las arpías, dragones y alas de la techumbre de la iglesia de Santa Clara están figuradas en una obra narrativa que se sirve de la iconografía heráldica para transmitir el argumento de una historia, en concreto, la sucesión de los reinos de León y de Castilla en la primera mitad del siglo XIII. Sabemos también que la heráldica nació en el marco de las cortes de Poitiers y Castilla de la mano de mujeres como Leonor de Aquitania y su hija Leonor de Castilla, abuela y madre, respectivamente, de Berenguela la Grande. En dichos ambientes cortesanos, los emblemas heráldicos eran senhales que servían para identificar a los personajes que participaban en representaciones de germen occitano y glosadas por los trovadores. Así las cosas, lo mismo que las arpías y dragones aparecen en la obra heráldico-narrativa de la iglesia de Santa Clara, no es descabellado pensar que, en aquellas representaciones cortesanas, cuando un personaje fallecía, las arpías con gorros frigios y los dragones lanzallamas hicieran acto de presencia. Seguramente el alma del finado lucharía contra ellos haciendo uso de sus virtudes para conseguir un ascenso directo al cielo. Se eludía así el fastidioso purgatorio, un invento cuya existencia fue confirmanda por la Iglesia en el siglo XIII con su habitual intención de hacer caja.


Fernando III de Castilla y de León y su esposa Beatriz de Suabia en el claustro de la catedral de Burgos.

Así pues, dejadnos soñar visualizando que en la techumbre de Santa Clara existe la representación iconográfica de una loa por el alma de la reina Beatriz de Suabia. Permitidnos que miremos esas maderas, casi ocho veces centenarias, y vislumbremos las llamaradas de fuego de los dragones y el rechinar de dientes de las arpías mientras el alma inmaculada de la reina Beatriz sale a su paso.


Alfonso X el Sabio, hijo de Fernando III y la reina Beatriz de Suabia, le decicó a su madre la Cantiga de Santa María CCLVI. Aquí la vemos besando la figura de una virgen para rogarle la curación de una enfermedad.

Charo García de Arriba
Miguel Ángel Martín Mas

Referencias: 

PUERTO HERNÁNDEZ, J.L., Teatro Popular en la Sierra de Francia: las loas. Castilla Ediciones, Valladolid, 2001.

CID LUCAS, F. "La mujer con patas de cabra de Las Hurdes los posibles orígenes de la leyenda", Revista de folklore, 455 (2020), pp. 4-12.


Imágenes de la Loa de la Alberca 2025 © de Virgilio Sánchez.

sábado, 30 de agosto de 2025

Monsieur Robin de Bracquemont

La localidad salmantina de Peñaranda de Bracamonte, antes conocida como Peñaranda de Cantaracillo y después como Peñaranda del Mercado, tomó su tercer y definitivo apellido de un noble normando que se puso al servicio de la monarquía de Castilla y de León hacia finales del siglo XIV. Hablamos de Robert de Bracquemont y Hannecourt (c. 1355-1419), que en 1386 fue enviado a la península ibérica desde la corte francesa junto a otros nobles para auxiliar al rey Juan I. Dicho monarca, tras haber sufrido una estrepitosa derrota frente a portugueses e ingleses en el verano de 1385 en Aljubarrota, se enfrentaba por entonces a una invasión de tropas inglesas comandadas por el pretendiente al trono castellano y leonés Juan de Gante, duque de Lancaster, casado con Constanza de Castilla, hija del rey Pedro I el Cruel, que había sido asesinado por su medio hermano Enrique II el Fratricida, padre de Juan I, en 1369.


Retrato de Robert de Bracquemont, pintado en el siglo XVIII, custodiado en el Museo del Palacio de Versalles.


Ilustración de la batalla de Aljubarrota por José Luis García Morán. Caballeros castellanos y leoneses se ven sorprendidos por las trincheras cavadas por las tropas portuguesas y por los mortíferos arcos largos galeses. 

La guerra dinástica entre los descendientes de Pedro I de Borgoña y Enrique II de Trastámara llegó a su fin con el matrimonio entre una nieta del primero, Catalina de Lancaster, y un nieto del segundo, Enrique III, quienes, tras el enlace, se convirtieron en los primeros príncipes de Asturias de nuestra historia. A Robert de Bracquemont le debió de gustar esta tierra, ya que, después de servir en la corte de Juan I y Beatriz de Portugal, “renovó contrato” y se quedó en la de sus sucesores, que fueron precisamente los primeros príncipes de Asturias. Fue embajador de Francia y prosperó de tal modo que se le otorgó el título de almirante mayor de Castilla. Su apellido se terminó convirtiendo también en el de Peñaranda debido a que una hija suya, Juana de Bracquemont, se casó con el primer señor de la ciudad, Álvaro Dávila, que había ascendido en la escala social gracias a los méritos adquiridos en campaña junto al hermano del rey Enrique III, el infante Fernando de Antequera, que, en 1412, sería proclamado rey de Aragón. Fundado en 1419 el señorío de Peñaranda con don Álvaro Dávila y doña Juana de Bracquemont al frente, sus descendientes pensaron que el apellido extranjero de su madre tenía mucho más lustre que el Dávila de su padre, así que lo adoptaron como su primer cognombre, transformándose así el Bracquemont en Bracamonte.

Robert de Bracquemont, que era conocido por el diminutivo Robin, terminó castellanizado como Mosén Rubí de Bracamonte, que no deja de ser la transcripción de una mala pronunciación castellana del francés "Monsieur Robin de Bracquemont". El normando, además de sus destrezas guerreras, trajo a Castilla y a León su heráldica familiar, que contenía un mazo y un galón triangular que recuerda a la forma de un monte.


Armas de los Bracamonte: en campo de plata un mazo y un monte de sable. También encontramos otra variante de las mismas: en campo de sable un mazo y un monte de plata. Infografías de José Moreiro Píriz.

Algunos han querido ver en dichas figuras heráldicas dos atributos masónicos como son el mallete y la escuadra, pero nada tiene que ver una heráldica normanda del siglo XIV, o quizá mucho más antigua, con tal hermandad iniciática que nació a comienzos del siglo XVIII. Advierto que lo que viene a continuación lo vio antes que yo el peñarandino empeñado en deshacer mitos Manuel Corral Baciero; el caso es que todo parece apuntar a que la heráldica de Robert de Bracquemont es un producto de la heráldica parlante nacida en el Oeste de Francia en el siglo XII y que, por supuesto, nada tiene que ver con la masonería. 


Capilla de Mosén Rubí en la ciudad de Ávila, mandada construir en el siglo XVI por doña María Herrera y don Andrés Vázquez Dávila como panteón familiar y llamada así en honor de su famoso antepasado normando Robert de Bracquemont.




Heráldica de los Bracamonte que aparece tanto en el interior como en el exterior del la capilla de Mosén Rubí y que nada tiene que ver con la masonería.

Dicha heráldica sería parlante porque sucede que el apellido Bracquemont se puede descomponer en dos vocablos, bracque y mont, siendo obvio el significado del segundo; por otro lado, bracque comparte raíz con el verbo break (en inglés, romper) y en francés existe el vocablo brac, usado de manera coloquial con el significado de escombro. Parece, en consecuencia, que esa heráldica parlante nos habla de un posible antepasado de Robin de Bracquemont al que apodaban el Rompemontes, lo cual viene muy al caso, dada la casta guerrera normanda de la que provenía el genearca de los Bracamonte. Quizá un antepasado de Robin podría haberse ganado dicho sobrenombre y heráldica durante su participación en la batalla de Hastings (1066), en la que el ejército normando del duque Guillermo el Conquistador derrotó al ejército anglosajón del rey Haroldo II, que, precisamente, estaba desplegado sobre una colina.

Caballeros normandos en el año 1066, fecha de la batalla de Hastings.


  Guerreros normandos representados en el Tapiz de Bayeux, en el que se representa la invasión normanda de Inglaterra en el 1066.


Iglesia de Nuestra Señora en la localidad normanda de Bracquemont, lugar de origen de Mosén Rubí.


Este es el escudo actual de la localidad normanda de Bracquemont, lo que indica que Robin de Bracquemont trajo esa heráldica consigo en 1386, tratándose de las mismas armas que podemos ver en la capilla de Mosén Rubí de Ávila y que, por supuesto, nada tienen que ver con la masonería.

El señorío de Álvaro Dávila y Juana de Bracquemont se convirtió en condado siglos después, concretamente en el año 1602, siendo el conde más insigne don Gaspar de Bracamonte y Guzmán (1595-1676), virrey de Nápoles, que antes fue embajador plenipotenciario de Felipe IV en la firma del Tratado de Münster, que puso fin a la Guerra de los Treinta Años.


Retrato de don Gaspar de Bracamonte y Guzmán (1647-48) por Gerard ter Borch, Museo Boymans Van Beuningen.

Se conserva en el parque de la Huerta de Peñaranda de Bracamonte un escudo cuartelado de piedra que creo que se puede asociar a la figura del VII conde, Bernardino Fernández de Velasco y Pimentel, fallecido en 1771, correspondiendo el primer cuartel al apellido Bracamonte, el segundo al apellido Dávila y el tercero al apellido Guzmán, los tres heredados de su padre; el cuarto cuartel contiene el apellido Pimentel, que era el de su madre. En el primer cuartel las armas de los Bracamonte aparecen con una bordura azur cargada de anclas que recuerdan que Robin de Bracquemont fue almirante de Castilla.



 Probables armas del VII conde de Peñaranda de Bracamonte. Infografía de José Moreiro Píriz.

miércoles, 27 de agosto de 2025

Los dos leones de la iglesia de Santiago de los Caballeros (Zamora)

Extramuros de la ciudad de Zamora, bajo el castillo y entre el Campo de la Verdad y el Arrabal de Olivares, hay una iglesia románica conocida como Santiago de los Caballeros o Santiago el Viejo. Según la tradición —lo que significa que probablemente no es verdad, pero que optamos por creérnoslo— el Cid Campeador fue armado caballero en el altar de dicho templo. No sabemos desde cuando se llama “de los Caballeros”, pero, en todo caso, quizá sí se veló armas en dicha iglesia, además de celebrarse junto a ella duelos, justas y fiestas populares, dado que el espacio abierto que la rodea es propicio para ello y la angosta Zamora medieval no permitía la celebración de este tipo de festejos en el interior de sus murallas.



Se desconocen completamente los detalles de su fundación, aunque está documentada su existencia en 1168, fecha en la que el rey de León era Fernando II y el de Castilla su joven sobrino Alfonso VIII; su construcción debió de realizarse tiempo antes, quizá entre 1126 y 1157, durante el reinado del emperador leonés Alfonso VII —padre y abuelo respectivamente de los monarcas anteriormente mencionados— o incluso mucho antes, quién sabe. Por otro lado, no parece que haya sido nunca una parroquia al uso, sino más bien una iglesia particular, quizá un panteón familiar, dado su pequeño tamaño y angostura, ya que bajo el arco triunfal y delante del altar hay una losa sepulcral en la que se aprecian restos epigráficos que, lamentablemente, ya no se pueden leer.




Lo que me lleva a imaginar que en la campa en la que se sitúa este templo zamorano se celebraban justas y fiestas populares es el capitel historiado de una de las dos pilastras del primer tramo de la nave, la que está en el lado de la epístola. Se trata de una escena en la que un grupo de juglares acróbatas hace una torre humana, con dos hombres sentados que cruzan brazos y piernas mientras otros se apoyan en ellos, a la vez que un hombre lleva a otro encima en equilibrio mientras monta a caballo; en el centro, una mujer forzuda muestra en una mano una bola, quizá esté haciendo juegos malabares, y con la otra sostiene a pulso un niño cabeza abajo.



Completan la abigarrada escena un juglar contorsionista y dos personajes con unos enormes penes que algún cura seccionó en tiempos modernos en pro de la decencia. Este exhibicionismo es lo que ha hecho pensar a algunos que en este capitel repleto de personajes se está desarrollando una orgía, pero no creo que una reunión de este cariz pueda representarse en el interior de ninguna iglesia en ningún momento. Uno de estos dos personajes parece tener el rostro de un mono, un animal que seguramente acompañaba a estas compañías de saltimbanquis y que debía causar enorme sorpresa al público medieval y provocar enormes carcajadas, si este mostraba el pene erecto, cosa que todavía divierte o escandaliza a algunos cuando tal cosa se ve en un zoológico.


Frente al capitel de la escena circense hay otro donde la historia que se nos presenta es la de la caza del oso, una actividad que podían haber llevado a cabo la realeza y los nobles para celebrar algún acontecimiento trascendental para el reino. O quizá el objetivo de esta montería era capturar un oso para luego amaestrarlo y emplearlo en un espectáculo juglaresco. Vemos en este capitel perros mastines que acosan al oso, del que sólo aparece su gran cabeza en el ángulo mordiendo las correas de los cánidos, netamente diferenciadas de la soga que manejan los cazadores; al otro lado, dos hombres que calzan pedules capturan al úrsido; uno de ellos pasa la soga por el cuerpo del animal, sujetando valientemente con las manos enguantadas un cepo que le coloca al cuello, mientras el otro, al lado, montado sobre el oso, enarbola, amenazante, un objeto, quizá una piedra.




Por cierto, el Cantar de Ruodlieb, del siglo XI, nos lega una descripción muy detallada de un espectáculo en el que osos bailan al son de arpas y coros vocálicos. En el libro V, verso 89, se lee que cuando los juglares comienzan a tocar la lira, los osos amaestrados danzan erguidos llevando el ritmo. Luego se unen las cantaderas con sus armoniosas voces tomando de las garras a los osos y danzando juntos para asombro del público que los rodeaba.


¿Qué acontecimiento importante se podía estar celebrando en la primera mitad del siglo XII en Zamora que mereciera una jornada de caza y una fiesta popular que incluyera la actuación de juglares acróbatas y malabaristas? Pues o el nacimiento del heredero Raimundo —bautizado como su abuelo paterno, el de Borgoña­— o la coronación como emperadores en 1135 de sus padres, Alfonso VII de León y Berenguela de Barcelona, episodios ambos que encajan con la posible fecha de tallado de los capiteles de esta iglesia. En todo caso, lo que estoy haciendo es un mero ejercicio de especulación y de entretenimiento tras mi visita a este enigmático templo, para nada creo que yo pueda llegar estar en posesión de la verdad, así que no me hagáis demasiado caso.





Vitrales de la coronación como emperadores del rey Alfonso VII de León y su esposa Berenguela de Barcelona el 26 de mayo de 1135.

De todas formas, si ahora nos fijamos en el arco triunfal en el lado del evangelio, veremos tres capiteles. El primero, de izquierda a derecha, muestra motivos vegetales y el segundo probablemente a Adán y Eva rodeados por la serpiente, que, la verdad, parece que le está metiendo un bocado al falo del primero de los hombres. En el tercer capitel la pareja termina expulsada del paraíso y con hojas de parra cubriendo sus partes pudendas, estando acompañada por unos cuadrúpedos patilargos. ¿Es este un mensaje para a esos caballeros que velaban armas en la iglesia, una advertencia de las consecuencias de ignorar la ley de Dios? Ni idea, pero supongo que la principales lecciones que ofrece el arte medieval al hombre moderno es que no podemos tener respuestas certeras para todo y que imaginarnos cosas es, aunque no lo parezca, un sano ejercicio intelectual.





En el mismo arco y en el lado de la epístola hay otros tres capiteles. El primero muestra de nuevo los cuadrúpedos patilargos, el segundo una mujer mostrando su dilatada vulva acompañada de dos aves afrontadas y el tercero dos leones afrontados que colocan sus zarpas sobre una bola, que, en realidad, si nos fijamos un poco, veremos que es el capullo de una planta que está por florecer, indicando que esos dos félidos todavía son cachorros.


De nuevo se ha considerado como algo erótico y pecaminoso el motivo de la mujer que muestra sus partes, pero yo creo que la interpretación ha de ser positiva, ya que me parece que esta figura representa el enorme prestigio y valor de la maternidad medieval, además no de cualquier maternidad, sino la de la reina, perpetuadora del linaje y engendradora de nuevos monarcas. Si esta interpretación fuera acertada, convendría volver a la historia de la primera mitad del siglo XII en el reino de León, ya que los emperadores Alfonso VII y Berenguela de Barcelona perdieron a su hijo primogénito, Raimundo, cuando este era todavía un niño y poco después del año 1136. En 1133 nació su segundo hijo, Sancho, y en 1137 tuvieron al tercero, Fernando. A Sancho su padre lo iba a convertir en monarca de lo que había sido el condado de Castilla, conformándose así un nuevo reino, y a Fernando, a pesar de ser el menor, le iba a legar el reino cristiano hispánico más antiguo, poderoso e influyente en ese momento, el de León. ¿Es extraño esto último, verdad que sí?



Así las cosas, el capitel de los leones, que, por cierto, presenta una factura claramente mucho más elaborada que el resto, quizá pudiera representar a los dos herederos de Alfonso VII, Fernando II de León y Sancho III de Castilla, los dos hijos a los que otorgó en vida la condición de reyes, tomando así la extraña decisión de dividir su imperio. Dicen que el Emperador hizo tal cosa por razones políticas y administrativas, ya que era difícil gobernar desde León un territorio tan vasto, pero, elucubrando mucho, quizá hubiera otro tipo de razones y estas fueran más bien de carácter emocional. En fin, me voy a arriesgar, ya que, afortunadamente yo no tengo ningún tipo de responsabilidad en el mundo de la Historia y la Historia del Arte. Mirad, ya sé que a unos buenos reyes cristianos del siglo XII no les estaba permitido creer en la transmigración de las almas, pero, cuando el infante mayor Raimundo murió, vivía el segundo hijo, el infante Sancho. Fernando, el tercer hijo, nació en 1137, probablemente cuando el primero ya había fallecido, así que quizá, y sólo quizá, fue considerado como la reencarnación del primogénito fallecido. Esta era una buena razón para que al hijo menor se le concediera el reino de León y al segundo el reino que se iba a inaugurar, el de Castilla. La pregunta que me planteo es si esas aves afrontadas que decoran uno de los capiteles son la representación del alma de Raimundo que transmigra al cuerpo de Fernando.





Imagen que ilustra un documento por el que Alfonso VII reconoce un privilegio a favor de un monasterio. En el centro el abad; a la derecha el emperador Alfonso VII  junto a su mayordomo y tenente de Zamora, Poncio Giraldo de Cabrera; a la izquierda sus hijos Sancho y Fernando con dignidad de rey y cetro similar al que porta su padre. Hispanic Society of America, Nueva York, B.16.

Por otro lado, las piñas que decoran el capitel de los leones lo mismo no son mera decoración, ya que desde antiguo la piña se asociaba a la fertilidad por contener muchas semillas. Es decir, estas piñas, frutos imperecederos, bien pueden ser, al igual que la figura que muestra la vulva, significantes de la fertilidad de la reina y de la descendencia de la pareja real, ya que de ellas pueden nacer nuevas líneas de sucesión. En el siglo XII, en una miniatura conservada en el monasterio de Toxocoutos (Galicia), se representa a Teresa de León entre su hija Urraca Enríquez y su prometido. En dicha ilustración la novia porta el típico cetro rematado en una flor de lis, aunque en esta ocasión se inscribe una piña, el símbolo de la fertilidad y de los hijos e hijas que engendrará. Siglos después, la reina Catalina de Lancaster convertiría la piña, con la misma carga simbólica, en emblema de su reinado, que abunda en el claustro y la iglesia del monasterio de la Soterraña en la localidad segoviana de Santa María la Real de Nieva.





Y para terminar he de advertir que esta idea de los dos leones representando a los dos hijos reyes de Alfonso VII no es algo que yo me haya inventado ahora; de hecho, en las emisiones monetarias del último periodo de la vida del Emperador figuran dos cabezas humanas o dos leones, un motivo que pretendía concienciar a todos sus súbditos de que ambos vástagos gozaban de legitimidad para reinar, uno en León y otro en Castilla, lo que significaba que, tras su muerte, acaecida en 1157, había que asumir la división de su imperio.







Leones afrontados con una planta florida entre ellos, seguramente el emblema propio de la realeza, el lirio, también los encontramos en un capitel de la Catedral vieja de Salamanca y en el sepulcro atribuido a Urraca de Portugal, madre de Alfonso IX de León, en la iglesa zamorana de la Magdalena. A pesar de que el imperio leonés quedó dividido entre el reino de León y el reino de Castilla, parece que se quería subrayar la idea de que tanto el rey de un reino como el del otro descendían del emperador Alfonso VII, lo que aportaba legitimidad a ambos. Al final los dos reinos terminaron teniendo un mismo monarca, Fernando III, proclamado rey de Castilla en 1217 y de León en 1230, algo que jamás hubiera conseguido sin la inestimable ayuda de su madre, Berenguela la Grande, que parece que fue la principal adalid de la creación de un nuevo imperio hispánico, que además le iba a arrebatar al Islam la mayor parte de los territorios de al-Ándalus.



Miguel Ángel Martín Mas

Entradas complementarias a esta: 


La Loa de la reina Beatriz de Suabia

¿Os imagináis que las arpías y dragones que los maestros medievales esculpieron en los capiteles de las iglesias románicas de repente cobrar...